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martes, 20 de diciembre de 2016

LA EXPERIENCIA

     


     Asin, estaba sentado sobre un pequeño montículo, era el atardecer de un día sobre las tierras africanas, el sol rojizo se retiraba, dando al paisaje un colorido indescriptible, era verdaderamente hermoso. Hacia un largo tiempo que había abandonado su tribu, dejando familia y amigos, no era capaz de soportar que los más viejos y desvalidos de su clan, fuesen quienes aconsejaban en todos los temas, mientras los jóvenes vigorosos, buenos cazadores, en resumen quienes aportaban el alimento a sus habitantes, fuesen apartados de los consejos y decisiones. Pretendió buscar apoyos entre los compañeros con el fin de hacerse con el poder, todo inútil, no solo no lo consiguió, sino que en un consejo del jefe y los ancianos decidieron hacerle salir de la comunidad hasta que rectificase y se arrepintiese.
    
     Un día se vio en la selva, solo con un pequeño hatillo y sus armas de caza, durante varios días se dedicó a cazar y recorrer distancias sin sentido, así fue como se fue acercando a una manada de elefantes, paso los siguientes días observándoles, el macho dominante siempre en guardia, las hembras preocupadas por la alimentación y cuidado de sus crías, una de ellas la que parecía más vieja, daba la impresión que era la que sabía el lugar al cual se tenían que dirigirse tanto para comer como para beber.

    Entre los machos jóvenes, parecía haber un revuelo, como si no estuviesen de acuerdo en la dirección actual de la manada, el más fuerte y dispuesto, se enfrentaba tímidamente al jefe del  clan, al verse dominado, se apartaba hacia la parte de la  donde no estuviese expuesto a la cólera del macho dominante.
    Una hembra joven intentaba lo mismo contra la matriarca que dominaba, cuando molestaba más de lo necesario, la hembra dirigente se enfrentaba a su subordinada, la cual se apartaba hacia los sitios más alejados de ella.

    Asin contemplaba sombrado, como en el reino animal, los más jóvenes  querían hacerse con el poder. Lo mismo había pretendido él, le parecía que lo normal  era que los que físicamente tuviesen la capacidad de correr más, avanzar mejor y defenderse, tendrían que ocupar la dirección de la manada o de la tribu.
    Durante un periodo largo hizo seguimiento del clan de elefantes. Su gran sorpresa fue cuando un día, el joven macho, en un alarde de movimiento eliminó al macho dominante. La hembra también desbancó a la matrona de la manada.

    Todo parecía ir bien, los puestos fueron ocupados por los más jóvenes, los viejos de la manada se retiraron, decidieron continuar cada partida por su lado. Durante la época de abundancia los jóvenes retozaron a sus anchas, bien comidos, con movimientos más agiles, avanzaron por parte del territorio.

   Asin seguía intrigado a la manada más joven. Llegados los calores del verano, empezó la escasez de la comida y del agua. Los agiles animales iban quedando famélicos y sedientos, no sabiendo cómo enfrentarse a tan nefastas consecuencias, vagaban desnutridos, deshidratados por todo lo que era antes un vergel y en la actualidad no tenía vida. En su vagar por las tierras, ahora desconocidas e inhóspitas.

   Al cabo de mucho tiempo,  pareció verse en medio del espantoso desierto un lugar con  vida, posibilidad de agua y algo de pasto. Al acercarse, distinguieron sobre la parte más visible, la silueta del macho dominante, en muy buen estado de salud, a sus alrededores los machos y hembras que habían partido cuando ellos consiguieron el poder, con una ralea de pequeños individuos nacidos en el espacio de tiempo, todos bien alimentados y bebidos.

   Los recién llegados, con humildad se fueron acercando a la manada, sometiéndose al dominio de los elefantes dueños moradores del lugar.

   Asin, comprendió en aquel momento cuál era su error. Nunca valoró la experiencia de sus mayores, solo se fijó en su debilidad física. Arrepentido decidió regresar a su tribu, pedir humildemente perdón, situándose en el lugar que le correspondía, tiempo tendría después de adquirir experiencia y sabiduría de dirigir con habilidad y buen saber a los demás.

    MORALEJA-La vida da experiencia y sabiduría, los pueblos que no acepten eso terminaran sin su mayor tesoro, la experiencia.
                                    J. Ordóñez. Salinas 2.0

CONCILIO DE COYANCA


Por el Año 1055 de Nuestra Era
En El Nombre Del Padre Y Del Hijo Y Del Espíritu Santo

    Yo, el rey Fernando y la reina Doña Sancha. Para la restauración de nuestra cristiandad, hemos celebrado concilio en Castro Coyanca en  la diócesis ovetense, con los obispos y abades y magnates de todo nuestro reino. En el cual concilio estuvieron presentes; Froilán obispo de Oviedo, Cipriano de León, Diego de Astorga, Siro de la sede palentina, Goaiz de Calahorra, Juan de Pamplona, Pedro de Lugo y Cresencio de Iría
     Dese un monasterio a las afueras de la ciudad de Oviedo, se preparaba todo lo necesario para la salida de la comitiva con destino a Coyanca, donde el rey Fernando I haría concilio con los obispos, la nobleza y  abades de su reino, al fin de solventar todas las diferencias existentes en todo su reino. El obispo Froilán de la diócesis ovetense presidiría la parte eclesial del concilio.
    En el sequito que iría al frente de toda la comitiva del primer reino, estaban el obispo Froilán, abades, teólogos, frailes de toda índole, estudiosos de las escrituras sagradas y gran parte de la nobleza astur.
      Al frente de la intendencia, estaba el sobrino predilecto del obispo Froilán, d. Felipe que así se llamaba. Era in joven de veintitrés años, rubio, alto y fornido, de rostro agradable y modales instruidos. La obra maestra de su tío, que soñaba con que su pariente tomase los hábitos y se dedicase a la vida clerical.
       Durante el camino se unían a la comitiva clérigos y nobles caballeros, llamados a tan grande acontecimiento del reino en el castro de Coyanca. Transcurridas  las primeras etapas, haciendo parada al anochecer, en las posadas de los pueblos o en cenobios habidos en el camino, la sexta jornada de su salida empezó la subida del puerto hacia las tierras de la meseta.
       Había sido una jornada dura, los carros, carretas, los mulos, caballerías, sobre todo el personal estaban totalmente agotados. En un pequeño poblado de servicio y vigilancia, al lado de una laguna o lago, junto a un rio rápido, se decidió por parte de la jerarquía acampar una semana, con el fin de reponer fuerza y preparar el tramo  hacia la capital leonesa, donde se les esperaba, para que en compañía de sus Altezas, viajar al lugar de destino. Don Felipe se instaló en una pequeña casa al lado de la torre, donde se hospedarían el prelado y sus colaboradores más próximos.
        En la parte alta de la fortaleza vivía D. Ramiro, un leal servidor de su señor y Rey Don Fernando. D. Ramiro hombre  de pocas luces, acostumbrado a manejar la espada más que el latín. Su esposa, Dña. Leonor, mujer muy culta, preparada por su familia para ocupar mejores posiciones, al fin caso con D. Ramiro  y su hija Dña. Narbola, de gran belleza y cultura esmerada. Su madre preocupada por su futuro, había volcado en ella todas sus ilusiones, esperando con ello tuviese mejor suerte que la suya.
        Al anochecer, en los largos días del mes de mayo, los señores de la torre invitaban a sus huéspedes a una pequeña tertulia en una de las salas habilitadas para ese menester.
        Hacía mucho tiempo que no había tanta grandeza de visita, el reverendísimo obispo de Oviedo, señor de los Valdés, familia del más alto linaje de la nobleza astur, su sobrino, cinco nobles, cuatro abades y varios caballeros.
       Dña. Leonor se movía entre todos ellos con forma y pulcritud. Su hija, Dña. Narbola, apenas osaba mirar al frente a los ilustres señores, solo de soslayo se fijaba en D. Felipe. Sentía una gran fascinación por el joven, sabia por su intuición que él sentía lo mismo.
        En esos días,  procuraron hablarse, intimidar y adorarse, como es de esperar entre dos jóvenes con su gran atracción. Se despidieron con promesas y formalidades, esperando los dos que sus ilustres familias comprendiesen y fuesen proclives a su unión y con ella la de sus linajes.
        Al amanecer del jueves, día de partida de la comitiva con destino a la llamada real para asistir al concilio, Dña. Narbola paseando entre carruajes, carretas, caballos y soldadesca, curioseando y escuchando cuanto llegaba a sus oídos, con poco fruido y mucho sigilo; el destino quiso que escuchase, tras unas carretas, una conversación, donde dos soldados de graduación, se reían del amorío de ella con D. Felipe, dando por sentado que era uno de los flirteos del muchacho, porque su tío tenía más altas pretensiones para su futuro. Desolada se retiró a la fortaleza. Lloró profundamente. Esperó que la caravana se pusiese en marcha, desde las almenas de la torre, con sus ojos húmedos, vio partir a D. Felipe, con dolor por el engaño sufrido. Días más tarde montando su corcel, salió de la fortaleza con destino al lago glaciar, que se hallaba en una hondonada de unos picos que rodean el pueblo, se quitó la ropa y lentamente se metió en las profundas aguas.
      Buscando por todas partes, al fin encontraron el corcel y las vestimentas de la muchacha a las orillas del lago. La desolación fue total en toda la comarca. Dña. Narbola, la esperanza de la fortaleza, se había ahogado.
      Jornadas interminables, sus altezas D. Fernando y Dña. Sancha, finalizado el concilio, partían hacia Sahagún a descansar unos días antes de regresar a palacio. D. Froilán ultimaba todos los preparativos para su salida hacia el reino astur, su sobrino D. Felipe le había comunicado su decisión de casar con Dña. Narbola. El prelado, después de un rato d oración, había autorizado esa unión. La muchacha era muy religiosa, culta y hermosa, partido suficiente para gente de gran nobleza.
        El regreso se hizo por etapas, como a la ida. En la capital de león se recibió la triste noticia del ahogamiento de la joven, algo inusual en el prelado fue depositar unos besos en las mejillas de su sobrino. En la fortaleza de Montes Altos, el luto era riguroso, no había consuelo para Dña. Leonor y d. Ramiro. El obispo Froilán les comunico las intenciones de su sobrino. Dña. Leonor, con la mirada triste y lejana, ojos aguados, abrazo profundamente a D. Felipe.
      Traspasada la barrera de las montañas, camino de Oviedo, en el monasterio de San Martin, D. Felipe, con la bendición de obispo, quedó de novicio. Dicen las crónicas que llego a ser el abad y que solo había grandeza, misericordia y amor hacia los demás, siendo tenido por el pueblo como un verdadero santo.
      En días recios de aire fuerte, el pozo donde se ahogó la doncella, dicen que brama. Los vecinos de ahora me han jurado que es el canto de Dña. Narbola.
       Moraleja-. Amigos nunca hagáis críticas sin saber, porque pueden producir daños irreparables.
J. Ordóñez (Salinas 2011).
       

LA SONRISA TRISTE DE DOÑA GONTRODO


Habían sonado las trompetas en la torre-fortaleza de San Martín de Souto. Había nacido una hija de los
Señores de Aller. La pondrían por nombre Gontrodo, en recuerdo de sus antepasados.
    
Una niña despierta, juguetona. En su infancia, acompañada de sus cuidadores y de su madre, todos  los días se acercaba al monasterio de San Martín, de la orden benedictina, para oír misa.

La niña de tez blanca, cabellos rubios, ojos claros, viveza en su rostro, iba saludando a todos los siervos que cruzaban en el camino, con sonrisa y su frescura. Así fue creciendo en belleza, viveza y cultura.
     
A sus dieciséis años, hablaba romance, latín, francés y occitano. Se movía perfectamente por todos los círculos del reino Astur. Su familia, de la vieja nobleza, estaba emparentada y descendía de la realeza. Codiciada por las mejores familias para su matrimonio, ella solo tenía ojos para un pariente lejano, de Nava, chico de joven rostro, divinamente atractivo para ella.
     
Era la primavera del año de gracia de 1.147, la niña estaba alegre, dicharachera. Los parientes de Nava estaban en camino a la fortaleza de sus padres en San Martin de Soto, su primo lejano, a quien conocía desde la infancia, llamado Fruela, estaría por estos lares una pequeña temporada, cazando y divirtiéndose en familia, como era costumbre en la época.
     
Solo en los veranos, las familias de la nobleza efectuaban encuentros. El buen tiempo les ayudaba en sus traslados. Al ser los días largos, se aprovechaban al máximo para ejercitar al aire libre, conocerse sus vástagos, formando nuevas alianzas y con casamientos.
      
Un día gris, pero sin lluvia, apareció la caravana de carretas tirados por bueyes, soldados, literas y demás enseres que acompañaban a la comitiva en la visita a sus parientes y amigos.
      
Gontrodo, muy feliz, recorría las almenas de la torre-fortaleza con el fin de avisar de la llegada de la comitiva.
      
Entre los caballeros creía ver a Fruela, no estaba segura, pero le parecía entre todos, el más gallardo.
      
La caravana se fue acercando al poblado, haciendo parada en el monasterio. A la entrada del cenobio la comitiva fue recibida por el abad, Fray Prismicio, los señores y su sequito dieron gracias al Altísimo por su espléndido viaje, pidiendo al Todopoderoso una agradable estancia y feliz regreso.
      
Dos horas más tarde, a la entrada de la fortaleza del castillo, eran recibidos por sus parientes los Señores de Aller, su hija y demás familia y servicio.
      
Esta fue la última vez que Gontrodo y Fruela pasearon, se ilusionaron naciendo en ellos el amor adolescente.
      
Había movimiento de soldados, carretas, caballeros. Era de todos conocida la inminente llegada de Don Alfonso VII el emperador – rey de Asturias, León y Castilla. Su reino llegaba hasta la antigua capital goda, Toledo.
      
En el palacio de la fortaleza, se habían preparado todo tipo de comodidades, siendo el lugar donde el ilustre huésped se acomodaría.
      
El orbayu caía lentamente sobre el paisaje montañoso de Aller; los heraldos cabalgaban anunciando la llegada del emperador; la nobleza fiel a D. Alfonso de la comarca, en pleno, esperaba en el patio del monasterio de San Martin; damas, caballeros, servidores, clérigos y demás, sobresalía la belleza y encanto de una adolescente, radiante, hermosa, Doña Gontrodo, hija de los Señores de Aller.
         
El emperador saludaba a todos con indiferencia, con el rostro cansado por una larga jornada de viaje. Sus ropas esplendidas, algo sucias por la cabalgata. Su pelo rojizo, sonrisa forzada y sus ojos atrevidos y perspicaces se fijaron largamente en el rostro angelical de doña Gontrodo, La adolescente al sentirse observada bajó la su mirada al suelo, sonrojándose sus mejillas.
         
Desde ese momento, el emperador hizo llamar al señor de Aller, largas conversaciones, promesas, nuevos títulos, compra desesperada de un alma angelical.
         
 El padre Prismicio vio con amargura las lágrimas en unos ojos tristes en el rostro de Dña. Gontrodo. Sus ojos alegres de adolescente se habían convertido en desesperanza, se había hecho mujer. Perdida la ilusión, sólo tristeza, dolor y amargura….
      
Al llegar el mes de Agosto, el séquito imperial se puso en marcha hacia la corte de León. Gontrodo, con alivio, vio partir el cortejo real. Meses más tarde dio a luz una niña, a la cual llamaron Dña. Urraca, conocida en la historia como Dña. Urraca la asturiana. Reina de Navarra y regente en Asturias, con título de reina.
       
A petición de Dña. Gontrodo, al arrebatarle a su hija, la infanta Dña. Urraca, para ser educada en palacio y corte por su tía Dña. Sancha, el rey Alfonso donó las tierras de su propiedad, junto la ciudad de Oviedo, a Dña. Gontrodo, la cual fundó el monasterio de Santa María de la Vega. Allí, con la oración y la paz, dicen sus contemporáneos que volvieron a sonreír los ojos de Dña. Gontrodo, esposa y abadesa del único y gran señor.
            J. Ordóñez – Salinas 2010.