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martes, 15 de julio de 2014

FRAY CEFERINO GONZALEZ

              


                    En la casa seminario, de la orden de Predicadores de Ocaña, había un gran movimiento, su eminencia el Cardenal González, había decidido pasar los últimos días de su vida, en ese lugar. Allí fue donde dio sus primeros pasos dentro de la Orden. Fray Serafín, lo recordaba con agrado, era un muchacho muy despierto, obediente, muy religioso, tenía algo diferente, no se definirlo, pero era contundente, acertado en sus decisiones, sus compañeros le pedían consejo, algo brillaba en él, haciéndole especial. Así opinaba el buen Fray Serafín, intentando calmar la ansiedad y nerviosismo de Fray Domiciano, un fraile joven, al que se le había encomendado la atención del Cardenal.


                   Al atardecer del tres de Octubre. Los álamos del terreno que rodeaba el Seminario, daban los tonos ocres, pasmosamente bellos y otoñales. Fueron abiertos los portones de la propiedad, un Ford, hizo su entrada en el recinto. En un momento, la mayoría de los Frailes, se acercaron a la portería del colegio. Un chofer se apeó y con celeridad, abrió la puerta trasera. El Cardenal, vestido con un simple hábito de Dominico, se bajó de él, solo le diferenciaba de los demás Frailes, La Cruz  Pectoral y su sello Cardenalicio. Extendió su mano hacia el chofer, con una sonrisa de agradecimiento, este intentó besar el sello, el Cardenal le estrechó la mano, pasándosela cariñosamente por la mejilla. Con decisión, miró a cuantos le estaban esperando, saludándoles, sin permitir ninguna reverencia. Al llegar a la altura de Fray Serafín, fijó sus ojos en él, con una sonrisa de alegría, le acercó y abrazó estrechamente. Alguien entre todos comentó al ver tanta sencillez, esperábamos un cardenal y llegó un ángel.

                   
                     
                     La vida del Prelado en Ocaña, era sencilla, oraba, leía y escribía, dando paseos por todas partes, cuando salía, nunca llevaba sus distintivos, solo era un fraile más. Cada temporada, aparecía el Ford, para llevarle a  la residencia  Madrileña de la calle de la Pasión, para hacer sus revisiones sanitarias. Después de dos años de estancia. El mes de Octubre, el Cardenal, perdía muchas fuerzas, su apetito era nulo. Un martes, apareció en Ocaña el Viejo Ford, subió en el Fray Zeferino, llevaba algo de equipaje, le acompañaba como era normal Fray Domiciano. El coche salió lentamente del recinto, como una despedida anunciada, dirigiéndose a su ultimo destino en la Calle Pasión de Madrid.



                     Fray Domiciano, había insistido en dormir en un sillón, dentro de los aposentos. El Prelado, no lo toleró, el Fraile se retiró  con un mal presentimiento, el Cardenal estaba muy agotado. Fray Domiciano, se despertó con un sobresalto. Sintió en sueños, que una mano le acariciaba con cariño paternal su mejilla, como solía hacer Fray Zeferino Saltó con presteza de la cama, dirigiéndose a los aposentos del Prelado. Al ir acercándose, había  un fuerte olor a rosas, en Octubre imposible. Al entrar en la estancia, el olor a rosas era mucho más profundo. El  Cardenal, sentado en una butaca, vestido con el hábito, tenia la cabeza recostada sobre las orejas del sofá, un rosario en su mano, rostro relajado, como dormido. Señor, este rosal no dará más rosas.



                       Sobre la mesa escritorio, vio  Fray Domiciano, las ultimas cuartillas escritas por su Eminencia.


                           Rezaban así. Todo llega a su fin, así fue  como vimos partir a José Ramón, mi pobre madre se abrazó a mí cuando le vio salir del pueblo, llorosa, mi hacia daño con su fuerte abrazo, parecía con ello intentar retener algo que no era posible.



                            Trascurrieron  los días, cuando se acercaba mi marcha, madre se volvió taciturna, planchaba ropa para mi equipaje, lo metía todo en un pequeño baúl silenciosamente.Era un día de finales de Septiembre, tiempo de castañas, ese aire del sur, cálido, que hace que se desprendan de los oricios el fruto. Todo estaba en su sitio. Mi padre tenia preparada la albarda ara el burro, con el fin que nos llevase el pequeño baúl con mi equipaje, mis pocas cosas de vestir, en una pequeña fárdela irían las viandas para comer. De Villoría a Liviana, lo haríamos a pie. De Liviana a Oviedo se haría en carreta, como era costumbre. Mi madre rezaba y pedía  Santa María Virgen, en la advocación de Miravalles. Santuario donde todos los años íbamos en romería toda la familia, Está situado en la Parroquia de Soto, lugar de nacimiento de mis padres. Mi abuelo José era el presidente de la Cofradía de Animas del Santuario Lo pasábamos en familia, rodeados de todos sus vecinos, familiares y amigos.. La Santa misa, oficial, empezaba a las doce del medio día, con todo el boato de tan importante acontecimiento, religioso y social. Después comíamos en el campo que hay delante de la Ermita, gaitas, puxa de pan de escanda. Mi abuelo era un genio subastando los panes y demás enseres ofrecidos por los romeros. El culto era impresionante. Siempre había varios sacerdotes, diciendo misa, desde el alba hasta el oscurecer .Día de indulgencia plenaria, por una bula Pontificia. Se desbordan mis pensamientos, debo volver a mi salida del pueblo. Esos días miraba a mi madre de soslayo, estaba como ausente, triste, si triste....su pequeño abandonaba el nido, se iba lejos, ¡ porqué el Señor, no le dejaba más cerca¡. Había un seminario en Oviedo, donde estaba su hermano Anastasio, el quería ser sacerdote, estaría siempre a una distancia mucho más corta y puede que venga de párroco por esta zona. Dios mio, ¡porqué tenia que desaparecer en misiones lejanas, Filipinas en el otro confín de la tierra! Hoy en la lejanía, pienso que mi madre estará dando vueltas a su cabeza. Eran las siete de la mañana, me levanté de la cama, dentro de hora y media, saldríamos mi padre y yo hacia Liviana. Nadie había dormido bien, todos estaban despiertos, mi madre había preparado el desayuno, toma hijo, me ofreció el desayuno, tómatelo calentito.


                   El viento dulce del sur, parecía preparar la despedida, el castaños, con sus oricios empezando a abrirse, dejando caer su preciado fruto. El burro con su albarda, con el baúl encima. Caminamos hacia la salida del pueblo, mi padre, indicó con un gesto de la cabeza, a mi madre, que era hora de volver a casa. Ella me abrazó con todas sus fuerzas, dirigiéndose a mi padre, espera acomodarle, habla con los frailes, Manuel, diles que es hermano de José Ramón, le dio sus ultimas recomendaciones, volviéndose hacia mi, con palabras entrecortadas, Zefe, cuídate hijo, come bien, reza mucho a Santa María, yo lo haré desde aquí, abraza muy fuerte a tu hermano Ramón, hazlo por mi. Dio la vuelta y desapareció camino abajo, con paso ligero  Mi padre, apenas pronunció palabra en el resto del trayecto, ensimismado en sus pensamientos, llegamos a la estación del transporte, esperamos un buen rato. El asno quedó, en el establo de un amigo. Mi padre subió el baul, me hizo acomodar, en un asiento de madera, dejando el pequeño baúl, en un lugar especifico para el equipaje. No iba mucho personal, mi padre conversaba con una señora, contándole mi partida, yo miraba el paisaje de mi infancia, mi querido valle, volveré como hacia mi hermano, cada dos años.Llegados a Oviedo, siempre protegido por mi padre. Nos trasladamos al colegio de los Dominicos, desde nos trasladaríamos a Madrid y de allí a Ocaña, lugar de nuestro seminario. Mi asombro fue total al pasar por las grandes llanuras Castellanas. Nunca había traspasado la frontera natural del puerto.El paisaje me pareció deprimente, desértico, pero algo me cohibía, me impresionaba. Cuanto llegue a amar a estas tierras en mi vida. El resto del viaje fue según lo previsto. 

             En la estación Madrileña, me aguardaba una  gran sorpresa, mi hermano José Ramón, acompañaba a Fray Julian.Desde allí, en agradable charla, nos trasladamos a Ocaña.


              Los álamos se estaban poniendo ocres, igual que en mi último retiro. Otoño, de joven sentía las cuatro estaciones. En mi vuelta, Señor, siento el Otoño, detrás de el solo el Invierno. Espero Señor que me recojas en tu eterna primavera, en algún rincón de la eternidad.


               Fray Domiciano, recogió todos los papeles, con máximo cuidado. Haciendo entrega a sus superiores de todo cuanto acompañaba a tan alto personaje. Sus pertenencias cogían en el baúl que le trajo al Seminario.


                Un hombre, para la mayor gloria de Dios.

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