En
la casa seminario, de la orden de Predicadores de Ocaña, había un gran
movimiento, su eminencia el Cardenal González, había decidido pasar los últimos
días de su vida, en ese lugar. Allí fue donde dio sus primeros pasos dentro de
la Orden. Fray Serafín, lo recordaba con agrado, era un muchacho muy despierto,
obediente, muy religioso, tenía algo diferente, no se definirlo, pero era
contundente, acertado en sus decisiones, sus compañeros le pedían consejo, algo
brillaba en él, haciéndole especial. Así opinaba el buen Fray Serafín,
intentando calmar la ansiedad y nerviosismo de Fray Domiciano, un fraile joven,
al que se le había encomendado la atención del Cardenal.
Al
atardecer del tres de Octubre. Los álamos del terreno que rodeaba el Seminario,
daban los tonos ocres, pasmosamente bellos y otoñales. Fueron abiertos los
portones de la propiedad, un Ford, hizo su entrada en el recinto. En un
momento, la mayoría de los Frailes, se acercaron a la portería del colegio. Un
chofer se apeó y con celeridad, abrió la puerta trasera. El Cardenal, vestido
con un simple hábito de Dominico, se bajó de él, solo le diferenciaba de los
demás Frailes, La Cruz Pectoral y su
sello Cardenalicio. Extendió su mano hacia el chofer, con una sonrisa de
agradecimiento, este intentó besar el sello, el Cardenal le estrechó la mano, pasándosela
cariñosamente por la mejilla. Con decisión, miró a cuantos le estaban
esperando, saludándoles, sin permitir ninguna reverencia. Al llegar a la altura
de Fray Serafín, fijó sus ojos en él, con una sonrisa de alegría, le acercó y
abrazó estrechamente. Alguien entre todos comentó al ver tanta sencillez, esperábamos
un cardenal y llegó un ángel.
La
vida del Prelado en Ocaña, era sencilla, oraba, leía y escribía, dando paseos
por todas partes, cuando salía, nunca llevaba sus distintivos, solo era un
fraile más. Cada temporada, aparecía el Ford, para llevarle a la residencia
Madrileña de la calle de la Pasión, para hacer sus revisiones
sanitarias. Después de dos años de estancia. El mes de Octubre, el Cardenal, perdía
muchas fuerzas, su apetito era nulo. Un martes, apareció en Ocaña el Viejo
Ford, subió en el Fray Zeferino, llevaba algo de equipaje, le acompañaba como
era normal Fray Domiciano. El coche salió lentamente del recinto, como una
despedida anunciada, dirigiéndose a su ultimo destino en la Calle Pasión de
Madrid.
Fray Domiciano, había insistido en dormir en un sillón, dentro de los
aposentos. El Prelado, no lo toleró, el Fraile se retiró con un mal presentimiento, el Cardenal estaba
muy agotado. Fray Domiciano, se despertó con un sobresalto. Sintió en sueños,
que una mano le acariciaba con cariño paternal su mejilla, como solía hacer
Fray Zeferino Saltó con presteza de la cama, dirigiéndose a los aposentos del
Prelado. Al ir acercándose, había un
fuerte olor a rosas, en Octubre imposible. Al entrar en la estancia, el olor a
rosas era mucho más profundo. El
Cardenal, sentado en una butaca, vestido con el hábito, tenia la cabeza
recostada sobre las orejas del sofá, un rosario en su mano, rostro relajado,
como dormido. Señor, este rosal no dará más rosas.
Sobre la mesa escritorio, vio
Fray Domiciano, las ultimas cuartillas escritas por su Eminencia.
Rezaban así. Todo llega a su fin, así fue como vimos partir a José Ramón, mi pobre
madre se abrazó a mí cuando le vio salir del pueblo, llorosa, mi hacia daño con
su fuerte abrazo, parecía con ello intentar retener algo que no era posible.
Trascurrieron los días, cuando se
acercaba mi marcha, madre se volvió taciturna, planchaba ropa para mi equipaje,
lo metía todo en un pequeño baúl silenciosamente.Era un día de finales de
Septiembre, tiempo de castañas, ese aire del sur, cálido, que hace que se
desprendan de los oricios el fruto. Todo estaba en su sitio. Mi padre tenia
preparada la albarda ara el burro, con el fin que nos llevase el pequeño baúl
con mi equipaje, mis pocas cosas de vestir, en una pequeña fárdela irían las
viandas para comer. De Villoría a Liviana, lo haríamos a pie. De Liviana a
Oviedo se haría en carreta, como era costumbre. Mi madre rezaba y pedía Santa María Virgen, en la advocación de
Miravalles. Santuario donde todos los años íbamos en romería toda la familia,
Está situado en la Parroquia de Soto, lugar de nacimiento de mis padres. Mi
abuelo José era el presidente de la Cofradía de Animas del Santuario Lo pasábamos
en familia, rodeados de todos sus vecinos, familiares y amigos.. La Santa misa,
oficial, empezaba a las doce del medio día, con todo el boato de tan importante
acontecimiento, religioso y social. Después comíamos en el campo que hay
delante de la Ermita, gaitas, puxa de pan de escanda. Mi abuelo era un genio
subastando los panes y demás enseres ofrecidos por los romeros. El culto era
impresionante. Siempre había varios sacerdotes, diciendo misa, desde el alba
hasta el oscurecer .Día de indulgencia plenaria, por una bula Pontificia. Se desbordan
mis pensamientos, debo volver a mi salida del pueblo. Esos días miraba a mi
madre de soslayo, estaba como ausente, triste, si triste....su pequeño abandonaba
el nido, se iba lejos, ¡ porqué el Señor, no le dejaba más cerca¡. Había un
seminario en Oviedo, donde estaba su hermano Anastasio, el quería ser
sacerdote, estaría siempre a una distancia mucho más corta y puede que venga de
párroco por esta zona. Dios mio, ¡porqué tenia que desaparecer en misiones
lejanas, Filipinas en el otro confín de la tierra! Hoy en la lejanía, pienso
que mi madre estará dando vueltas a su cabeza. Eran las siete de la mañana, me
levanté de la cama, dentro de hora y media, saldríamos mi padre y yo hacia Liviana.
Nadie había dormido bien, todos estaban despiertos, mi madre había preparado el
desayuno, toma hijo, me ofreció el desayuno, tómatelo calentito.
El
viento dulce del sur, parecía preparar la despedida, el castaños, con sus
oricios empezando a abrirse, dejando caer su preciado fruto. El burro con su
albarda, con el baúl encima. Caminamos hacia la salida del pueblo, mi padre,
indicó con un gesto de la cabeza, a mi madre, que era hora de volver a casa.
Ella me abrazó con todas sus fuerzas, dirigiéndose a mi padre, espera
acomodarle, habla con los frailes, Manuel, diles que es hermano de José Ramón,
le dio sus ultimas recomendaciones, volviéndose hacia mi, con palabras
entrecortadas, Zefe, cuídate hijo, come bien, reza mucho a Santa María, yo lo
haré desde aquí, abraza muy fuerte a tu hermano Ramón, hazlo por mi. Dio la
vuelta y desapareció camino abajo, con paso ligero Mi padre, apenas pronunció palabra en el
resto del trayecto, ensimismado en sus pensamientos, llegamos a la estación del
transporte, esperamos un buen rato. El asno quedó, en el establo de un amigo.
Mi padre subió el baul, me hizo acomodar, en un asiento de madera, dejando el
pequeño baúl, en un lugar especifico para el equipaje. No iba mucho personal,
mi padre conversaba con una señora, contándole mi partida, yo miraba el paisaje
de mi infancia, mi querido valle, volveré como hacia mi hermano, cada dos
años.Llegados a Oviedo, siempre protegido por mi padre. Nos trasladamos al colegio
de los Dominicos, desde nos trasladaríamos a Madrid y de allí a Ocaña, lugar de
nuestro seminario. Mi asombro fue total al pasar por las grandes llanuras
Castellanas. Nunca había traspasado la frontera natural del puerto.El paisaje
me pareció deprimente, desértico, pero algo me cohibía, me impresionaba. Cuanto
llegue a amar a estas tierras en mi vida. El resto del viaje fue según lo
previsto.
En la
estación Madrileña, me aguardaba una
gran sorpresa, mi hermano José Ramón, acompañaba a Fray Julian.Desde
allí, en agradable charla, nos trasladamos a Ocaña.
Los álamos
se estaban poniendo ocres, igual que en mi último retiro. Otoño, de joven
sentía las cuatro estaciones. En mi vuelta, Señor, siento el Otoño, detrás de
el solo el Invierno. Espero Señor que me recojas en tu eterna primavera, en
algún rincón de la eternidad.
Fray
Domiciano, recogió todos los papeles, con máximo cuidado. Haciendo entrega a
sus superiores de todo cuanto acompañaba a tan alto personaje. Sus pertenencias
cogían en el baúl que le trajo al Seminario.
Un
hombre, para la mayor gloria de Dios.
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